Decir que Colombia tiene una economía emergente y que se posiciona en un decoroso cuarto lugar dentro del ámbito latinoamericano resulta de cierta manera pretencioso, si se tiene en cuenta que las cifras no son el resultado de un proceso responsable y planificado sino del alza inusitada de los precios internacionales del petróleo y el aprovechamiento momentáneo de una infraestructura de producción en mejora continua. Este es tal vez el único favor que le debemos al tipo de la boina roja y hablado desparpajado, quien en su momento lideró esa alza histórica en el precio.
Algo más de una década hacia atrás cuando el país era gobernado por el último delfín conservador de una estirpe decadente, quien fue elegido más por su campaña de desprestigio contra el gobierno inmediatamente anterior que por su reconocida capacidad de estadista, el PIB oscilaba en crecimientos negativos e irrisorios dentro del -4.30% y 2.80%.
Aparece entonces el enjuto orador paisa como redentor de una patria que no contaba con una imagen ni siquiera aceptable internacionalmente, por una parte porque el fallido intento de diálogos de paz de su antecesor dejaron una marcada ola de inseguridad tanto para nativos como para foráneos, y por otra porque no se contaba con un rumbo económicamente definido, pese a que dentro de su período se dio inicio al plan Colombia con dineros para nada despreciables provenientes del exterior.
Uribe desarrolló su política económica basándose en una retoma planificada de la minería y recursos petroleros, con metas ambiciosas en el corto plazo. El país invirtió en recuperación de pozos petroleros ya desechados, recogiendo con decisión los recursos del subsuelo que habían sido subestimados en gobiernos anteriores. El ejercicio del beneficio y el costo fue sin duda ventajoso para los intereses de la nación. Adicionalmente se propuso reconquistar por mano propia y ajena (política de oídos sordos) los terrenos que habían sido arrebatados a la fuerza en el período anterior por las mal llamadas guerrillas marxistas (machistas o malditas sería más adecuado).
Los recursos del plan Colombia, administrados ahora por el gobierno Uribe, se invirtieron principalmente en seguridad, estableciendo retenes militares con una frecuencia absurda en todas las carreteras del país. El costo del día a día era alto. Bien podrían encontrarse más de ciento cincuenta grupos de soldados con el pulgar en alto, en recorridos de apenas 500 km. Este complejo sistema, enmarcado dentro de una política de seguridad, a la luz de hoy deja en claro su poca practicidad, pues sin dudas se cuidaba la casa con perros guardianes, pero la delincuencia estaba afuera planeando su encrucijada.
A pesar de que los indicadores económicos se mantuvieron viento en popa durante los ocho años de gobierno uribista. El país se iba sumergiendo en una polarización dañina y enmalezada con fuerzas oscuras que se abrieron su propio espacio a la vista y con la aprobación de las carnitas y huesitos del presidente de turno.
Hoy la polarización continúa. Son los mismos actores, pero entremezclados por quienes apoyaron a un grupo o al otro. Existe una herencia inmanejable de corrupción (no llevada a sus justas proporciones, como dijo el señor del corbatín en su momento), desplazamiento forzado, robo legalizado de tierras, economías extrañas y de poco fiar, departamentos sin representación en el congreso, incertidumbre en los sistemas de salud y pensiones así como otra serie de problemas que no sería fácil enumerar.
¿Hacia dónde va el país? No es claro. Por desgracia nuestra idiosincrasia no da para más, sino para aceptar como borregos los designios que a bien tengan unos representantes elegidos dentro de una falsa democracia, donde aún un voto vale una teja de Eternit o la efímera promesa para el puesto de un hijo recién graduado en una universidad de garaje.
En definitiva una economía creciente, aunque buen síntoma, no es la base para el cambio de una sociedad. Se necesitan años de acondicionamiento de generaciones sucesivas y bases robustas, incólumes ante la aparición de cualquier caudillo con talento oratorio y su séquito de servidores.
Las sociedades modernas requieren de participación pluralista, debates de fondo y planificación a largo plazo; oportunidades a quienes demuestren un compromiso de servicio y planes con resultados previsiblemente estudiados y sometidos a matrices de variables imperceptibles en la teoría; educación de calidad a todo nivel; una moralidad a prueba de las facilidades que pueda ofrecer el día a día; doctrinas que establezcan la importancia de la honradez, de la disciplina, del trabajo y de los límites de las libertades propias. Sólo de esta manera será posible avanzar con paso seguro hacia un futuro con un posicionamiento estratégico y respetado a nivel mundial.
¿Hay madera para eso?
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